El día que llegó ya se respiraba otro aire. Recuerdo uno de los primeros entrenamientos en el que participó. Fue un reducido en el que marcó el pulso de su equipo tocando de acá para allá, engañando con la postura, metiendo «dagas» entre las piernas rivales. Fue un anuncio de lo que vendría después: esa sensación de estar en presencia de un futbolista de otra categoría.
A todos llamó la atención su llegada y algunos se animaron a desconfiar sobre sus condiciones físicas pero tardó lo que tardó la pelota en llegar a sus pies en demostrar lo que es. Y desde allí construyó un romance con la pelota y con el público que por más que fue exiguo será recordado. Lucas Castro se encargó de darle al equipo lo que le faltaba: esa cuota de sabiduría y de sutilezas en el mediocampo que arrancó la ovación del estadio en cada intervención. Al Pata le vimos, por lo menos en dos oportunidades, tirar un sombrero con la pelota que le llegaba al ras del suelo. Con él recordamos las mejores tardes de Cangialosi, Beraza, Miguelito y tantos otros ilustres señores que se pusieron la Verde dejando una huella y edificando una manera de defender la camiseta. La historia de Sarmiento tiene tantos futbolistas como características de los mismos pero una parte de esa historia, importante por cierto, está marcada por una manera de sentir el fútbol a la que perfectamente se podría emparentarlo.
La estadística dirá que Lucas Nahuel Castro jugó 23 partidos con la camiseta del Verde pero no contará de sus sombreros, tacos, caños, pases filtrados, habilitaciones sin mirar y ese sentido del tiempo, la distancia y el momento tan difíciles de encontrar por estos tiempos.
Texto: Federico Galván.
Foto: Mariano Morente.